Comentario
La Iglesia americana vivió también las corrientes de fondo que agitaron las aguas del catolicismo europeo durante la centuria de la Ilustración. También aquí las posiciones ideológicas mantenidas por eclesiásticos y seglares fueron de una extremada complejidad, ya que si el pensamiento más progresista (el llamado jansenista en la metrópoli) coincidía en la aceptación del regalismo, en la necesidad del reformismo, en la exigencia de depuración de la práctica religiosa y en la obligación de perfeccionar la obra de la Iglesia a través de la predicación, la enseñanza y la asistencia, muchos obispos fueron celosos defensores de sus prerrogativas de monarcas absolutos (aunque pudieran ser ilustrados) en sus diócesis, frente a las ingerencias de otros poderes y manifestaron su espíritu de independencia frente a algunas iniciativas oficiales, por ejemplo en los concilios convocados tras la expulsión de los jesuitas, cuyas conclusiones no siempre fueron aprobadas por el gobierno metropolitano.
Este fue precisamente uno de los hechos centrales de la historia de la Iglesia americana de la centuria, ya que la salida de los miembros de la Compañía (motivada por razones que van desde su independencia respecto del episcopado a su resistencia frente a la autoridad civil) abrió un profundo foso en terrenos tan sensibles como la enseñanza (con la pérdida de dos mil quinientos educadores en colegios y universidades) o la evangelización, especialmente en las famosas misiones del Paraguay, sin duda uno de los episodios más sobresalientes de toda la historia de la colonización española en el Nuevo Mundo.
Mario Góngora estableció como característica identificativa del clero ilustrado hispanoamericano la defensa del origen divino de la autoridad real y la promoción de los estudios de Historia de la Iglesia, de los Concilios y de la Disciplina Antigua. Estos elementos distintivos permitieron individualizar, por un lado, los nombres del obispo carmelita de Córdoba de Tucumán y de Charcas José Antonio de San Alberto (autor de un Catecismo real, 1786), del eclesiástico rioplatense Lázaro de Ribera (autor asimismo de una breve Cartilla real) o del vicario general de la diócesis de Buenos Aires, Juan Baltasar Maciel. Y, por otro, los de los prelados Francisco Fabián y Fuero (introductor de las tres enseñanzas en su Seminario de San Pedro y San Pablo de Puebla), Antonio Caballero y Góngora (cuyo plan de estudios de 1787 incluye una cátedra de Historia y Disciplina Eclesiástica), Santiago José de Echevarría (que impuso las materias de Historia Eclesiástica y Disciplina en sus Seminarios de La Habana y Santiago de Cuba) o Alonso Núñez de Haro (que introdujo las mismas enseñanzas en los Seminarios de México y Tepozotlán).
Sin embargo, tales actitudes no rebasan el marco de la reforma estrictamente eclesiástica. En efecto, sólo en algunos casos, estos obispos dan un paso más para insertarse en el movimiento de renovación cultural de la Ilustración. Si Francisco Fabián y Fuero impulsó una Academia de Bellas Artes, con los fines estrictamente instrumentales de promover el mejor conocimiento del latín y la retórica, Baltasar Jaime Martínez Compañón se preocupó de la creación de más de cincuenta internados y dirigió la amplia encuesta ya mencionada en su diócesis trujillana, mientras otros, como el obispo de Manila, Basilio Sancho, o el obispo de Quito, José Pérez Calama, llegaron a impulsar las sociedades patrióticas enclavadas en sus respectivas diócesis.
Y, por el contrario, muchos jesuitas, pese a sus posiciones antirregalistas, pudieron adoptar actitudes claramente ilustradas. Por citar un ejemplo conocido, es el caso de Francisco Javier Clavijero, que en Valladolid de Michoacán inicia el movimiento de renovación, al pronunciar su Oratio Latina en la inauguración de curso de su Colegio, mucho antes de escribir en el exilio italiano su famosa historia de México, dentro del famoso debate ya aludido. Y aun podrían sumarse otros ejemplos, como el del ya citado Juan de Hospital, que en Quito fue capaz de proponer en, 1759-1762, la enseñanza de Copérnico, Descartes y Newton. Debiendo tenerse presente, además, que la expulsión de la sociedad se decretó en el momento en que iba a producirse el florecimiento de la plena Ilustración.
El clero ilustrado contó con personalidades de tanta talla como algunas de las metropolitanas. Es el caso, además de los prelados ya señalados, de Toribio Rodríguez de Mendoza en Lima, de Juan Baltasar Maciel en Buenos Aires, de Gregorio de Funes en Córdoba. Sin embargo, el manto de la Ilustración cubrió posiciones muy diversas y hasta encontradas.
Así, si José Antonio de San Alberto fue un regalista convencido y un pastor preocupado por la asistencia pública, su posición extremadamente moderada como visitador de la Universidad de Córdoba de Tucumán le condujo al enfrentamiento con el clero criollo que trataba de impulsar la reforma de los estudios. Del mismo modo, el arzobispo y virrey de Nueva Granada, Antonio Caballero y Góngora, que impulsó el estudio de la historia y la disciplina eclesiásticas y creó sendas cátedras de Medicina y Matemáticas en el Colegio del Rosario y en el Seminario de San Bartolomé, fue al mismo tiempo el responsable de la revisión conservadora en los planes de estudios de la Universidad Pública después de la reforma de Moreno y Escandón.
Más complejos fueron aún los planteamientos de Manuel Abad y Queipo, que tras ejercer de abogado en la Audiencia de Guatemala, se instalaría en Valladolid de Michoacán entre 1784 y 1815, llegando a ser preconizado obispo de la diócesis. Allí, su espíritu combativo le llevó a expresar públicamente su opinión sobre los más diversos aspectos de la realidad circundante, que pudieron ir desde el estado moral y político de la población novohispana en 1799 hasta el espinoso asunto de la consolidación de vales de 1804. Ambas intervenciones estaban conectadas, sin embargo, con cuestiones que afectaban al clero, ya que el primer texto se incluía incidentalmente dentro de una famosa Representación sobre la inmunidad personal del clero (donde el autor, aun manifestando su pleno acuerdo con la política regalista de la Corona, se oponía a unas medidas que recortaban ciertos privilegios del estamento eclesiástico), mientras que la asunción de la defensa de los intereses de los hacendados y los comerciantes de Valladolid de Michoacán permitía, al mismo tiempo, la salvaguarda de los intereses particulares de la Iglesia como principal institución de crédito de la región. Así, si ya ambos escritos aparecen como sendas muestras de los límites del reformismo de Abad y Queipo, por otro lado, la lealtad profunda hacia la Monarquía ilustrada se manifiesta tanto en la condena sin paliativos del grito de Dolores con la excomunión del cura Hidalgo, como en la declaración explícita de la alianza entre el Altar y el Trono como instrumento para la preservación de la Monarquía contra el contagio revolucionario, ya que no existe otro medio que pueda conservar estas clases en la subordinación a las leyes y al gobierno que el de la religión. Abad y Queipo se constituía en un perfecto representante del despotismo ilustrado como preventivo de la revolución, en un cualificado defensor de la política reformista como único medio de conservar las estructuras esenciales sobre las que se basaba el Antiguo Régimen.
En el extremo opuesto del horizonte ilustrado aparece la figura de José Pérez Calama. Gobernador diocesano de Valladolid de Michoacán, aprovechó el ambiente favorable a las reformas preparado por Clavijero, para lanzarse, ayudado por una serie de sacerdotes pertenecientes a la Sociedad Bascongada de Amigos del País, a la movilización cultural de su territorio. Así, dentro de su propósito de erradicar el ocio antiliterario e inacción político-literaria, intentó establecer en el Seminario una Academia de Bellas Letras Político-Cristianas, al tiempo que convocaba oposiciones para proveer las cátedras de dicho centro y ponía de paso su biblioteca a disposición de los candidatos. Del mismo modo, la crisis agraria de 1785 le urgió a poner en marcha una teología político-caritiatiun basada doctrinalmente en un texto de Alzate, al tiempo que para prevenir contingencias similares escribía en la Gazeta de México una Carta histórica sobre siembras extemporáneas de maíz y otras precauciones para el futuro contra la escasez (1786). Nombrado obispo de Quito en 1789, diseñaría un plan de estudios (1791) para la restaurada Universidad de Santo Tomás de Aquino, donde defendería la necesidad de incorporar la historia (sagrada y nacional) y la economía política, mientras desde su cargo de director impulsaba la Sociedad Patriótica de Amigos del País de la ciudad, después de haber sido socio consultor de la Sociedad de Amantes de País de Lima. Su distancia respecto de Abad y Queipo puede quedar simbolizada por la diferente actitud frente a Miguel Hidalgo: Pérez Calama le otorgó doce medallas de plata por su texto Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica. Y también por su apartamiento de la diócesis quiteña cuando las Luces estaban dejando sentir los primeros efectos indeseados a los ojos de los partidarios del Antiguo Régimen.
Sin embargo, el episcopado, reclutado en España, tanto el más tradicionalista como el declaradamente reformista, se mantuvo fiel a la Corona en la prueba de fuego del estallido insurgente. Por el contrario, muchos otros clérigos fueron pronto ganados a la causa de la independencia y participaron activamente en el proceso de la emancipación. Así ocurrió en Quito (donde tres sacerdotes, uno de ellos Juan Pablo Espejo, estuvieron entre los insurrectos que proclamaron la independencia en 1809), en Nueva Granada (donde el canónigo Andrés Rosillo asumió la dirección política de la insurrección y el dominico Ignacio Mariño se convirtió en uno de los jefes de la guerrilla de los Llanos, mientras el párroco de Mompox, Juan Fernández de Sotomayor, hacía méritos para ser nombrado arzobispo de Cartagena de Indias tras la independencia) y en México, donde Miguel Hidalgo y José María Morelos asumieron el papel protagonista de todos conocido.
También en el campo de la Iglesia, la Ilustración, que había pretendido reformar el sistema para preservarlo, ayudó a la formación de un pensamiento revolucionario que acabaría por contestar el Antiguo Régimen y por romper amarras con la metrópoli. La nueva Iglesia de la América independiente habría de desempeñar sus funciones en un marco liberal y republicano.